Publicado en el diario “El Universal” de Caracas. Lunes 6 de octubre de 1997
Las polémicas que mantenemos los economistas sobre el tema cambiario se pueden catalogar de legendarias. Si hay un tópico que nos divide es precisamente ese. De allí que al aceptar escribir estas líneas decidí no aburrir al lector sobre estas divergencias de criterio y polémicas técnicas, que tanto gustan a los economistas. Más bien trataré de llegar a algunas conclusiones básicas sobre política cambiaria, que creo útiles y relevantes. Para ello me basaré en las experiencias que recientemente se han vivido en múltiples países del globo.
Independientemente de la técnica y de los supuestos que se usen para calcular el nivel de sobrevaluación de una moneda, se puede decir, sin temor a errar, que esa condición se da cuando la gente percibe que se puede adquirir más en el exterior con una divisa, que lo que puede comprar internamente con la cantidad de moneda local que se necesita para adquirir aquella divisa. Una vez que se está en situación de sobrevaluación, ésta se acrecienta en relación directa con el rezago que experimente el ajuste del tipo de cambio con el diferencial inflacionario interno y externo.
Cuanto mayor sea la sobrevaluación, tanto menor será la capacidad competitiva de los productores locales de transables, es decir de aquellas industrias que compiten con productos o servicios que se pueden comerciar a nivel internacional. Obviamente, esa pérdida de competitividad puede mitigarse o neutralizarse por varias vías, como son: aumentos de eficiencia de las empresas locales, subsidios, incentivos fiscales, etc. Sin embargo, cuanto mayor es el nivel de sobrevaluación, o más acentuado es su ritmo de aumento, esos efectos mitigadores pierden efectividad, y se hacen altamente costosos.
Adicionalmente, la sobrevaluación estimula las importaciones y limita las exportaciones, generándose déficits crecientes de la cuenta corriente de la balanza de pagos. Estos excesos de compras externas netas se pueden cubrir con superávit en la cuenta capital (entradas netas de fondos), o con reservas internacionales.
Recientemente, múltiples economías han implantado políticas económicas que buscan como uno de los objetivos centrales el abatimiento de la inflación. Una parte importante de esas políticas es el anclaje del tipo de cambio, o su fijación, durante períodos largos, buscando con ello impedir el encarecimiento de las importaciones. Si bien el objetivo de estabilización de los precios se logra parcialmente, diversas razones impiden ubicar dicha inflación en niveles similares a los internacionales, al menos durante los primeros años de implantación de la política. Esto genera apreciaciones reales de las monedas, que a la larga desembocan en sobrevaluaciones altas y crecientes, produciéndose elevados déficits de las cuentas corrientes. Al principio estos desequilibrios externos no preocupan, ya que simultáneamente entran capitales financieros atraídos por las favorables posibilidades de colocación e inversión de fondos. En muchos casos los superávits de la cuenta capital no solo compensan los déficits corrientes, sino que incluso permiten elevar las reservas internacionales a niveles muy altos.
En esta fase inicial muchos se preguntan por qué hay que cambiar la situación, o preocuparse por aquella sobrevaluación de la moneda, si la misma ayuda al logro del objetivo de reducir la inflación, contribuye a crear un clima de estabilidad y confianza, y a la vez no se generan desequilibrios globales. Insistentemente se escuchan argumentos tales como: no importa cuán alto es el déficit de la cuenta corriente, si el superávit de la cuenta de capital lo compensa; lo que importa es el equilibrio global de la balanza de pagos; el tipo de cambio relevante es el que mantiene ese equilibrio global y no el de la cuenta corriente; ¿por qué devaluar si las reservas internacionales son elevadas, y las mismas están protegidas por las entradas netas de capital? En el caso específico de Venezuela, también se argumenta que no importa tener un bolívar sobrevaluado, pues ello no afecta al grueso de las exportaciones, que están formadas por “commodities” como el petróleo y sus derivados. Además, se dice, las mayores exportaciones de hidrocarburos debido a la apertura, permitirán incrementar las importaciones sin mayores problemas.
Todos estos argumentos son válidos, pero por un tiempo. A la larga una sobrevaluación acumulada y creciente hace que el déficit de la cuenta corriente alcance niveles críticos, llevando al convencimiento de que la situación es insostenible y de que la devaluación es inminente. En ese momento, los que otrora trajeron los capitales, así como el resto de los agentes económicos, buscarán protección contra la devaluación, sacando rápidamente sus recursos antes de que se produzca la modificación cambiaria. Esto hace que se pase de una situación superavitaria a otra profundamente deficitaria de la cuenta capital que, al sumarse al déficit de las transacciones corrientes, produce una contracción violenta de las reservas internacionales. Esto precipita la maxidevaluación y la crisis conexa.
Hoy podemos decir que la sobrevaluación del bolívar aún no ha llegado a niveles críticos. La misma, incluso, puede servir de incentivo para que la industria local haga esfuerzos para incrementar su eficiencia con el fin de proteger su mermada competitividad. Pero, lo que no podemos permitir es que las cosas se vayan de las manos. Hay que evitar que esa sobrevaluación se desboque, y que ella nos lleve a una situación crítica, como la que tantas veces se ha vivido en ésta y en otras economías.
Igualmente, no podemos seguir argumentando que el control de la inflación se logrará a través del anclaje del tipo de cambio. La inflación hay que vencerla a través de la disciplina monetaria y fiscal y el estímulo de la producción, y una vez logrado ese objetivo, entonces podremos aspirar a tener un tipo de cambio estable, sin que ello se traduzca a la larga en un factor desestabilizador.