Publicado en el diario “El Nacional” de Caracas. Lunes 21 de junio de 2010
Recientemente dos organizaciones internacionales de gran prestigio, la FAO y la OCDE, han alertado sobre las posibilidades de importantes aumentos de precios de los productos alimenticios básicos en la próxima década. Esto se debería, por una parte, al encarecimiento energético y, por la otra, a la creciente demanda de alimentos, no sólo en los países industrializados, sino también en las regiones emergentes, donde aumenta la población de forma importante, y se consolida una clase media pujante con mayor capacidad de compra, como está sucediendo en China, India y algunos países latinoamericanos.
Esto preocupa a múltiples naciones, que por diversas razones no pueden desarrollar un sector agrícola pujante que les permita acercarse a una situación de autosuficiencia productiva de los productos más básicos de las dietas de sus habitantes, dependiendo cada vez más de la importación de esos bienes para satisfacer la creciente demanda local. Por ello varias naciones, como Arabia Saudita y Corea del Sur, están realizando importantes inversiones allende sus fronteras con el fin de adquirir abundantes extensiones de tierra fértil para su explotación. La materialización de estos esfuerzos, conocidos como farmland grabs, o aseguramientos de tierras agrícolas, ha generado una polémica acerca de la conveniencia o no de esas prácticas, y las condiciones que deben imperar para su aplicación. Los que la defienden, argumentan que esas inversiones posibilitan la incorporación de vastas extensiones de tierras fértiles a la producción de alimentos, como sucede en Canadá, cuyo gobierno promueve estas iniciativas. En el caso de países más pobres, como Etiopía y otras naciones africanas, se argumenta que esas inversiones, además de asegurar la modernización de sus agriculturas a través de la aplicación de tecnologías de punta, aportan importantes ingresos a esas naciones y aseguran la generación de empleos bien remunerados. Los que se oponen, argumentan que esa es una forma de explotación, ya que además de arrebatarle el precario sustento a miles de familias que han vivido por mucho tiempo de la explotación de pequeños terruños, esas inversiones ponen en riesgo la seguridad alimentaria de esos países al exportarse masivamente los alimentos que se producen. De allí la necesidad de regular este tipo de iniciativas para así asegurar la captación de los mayores beneficios para el país receptor de las inversiones, y minimizar los riesgos y consecuencias adversas de las mismas.
Independientemente de los costos y beneficios que estas acciones puedan generar, las lecciones que debemos aprender de todo lo anterior es que países como Venezuela, que dependen tan intensamente del suministro externo para generar los alimentos que consume, debe preocuparse por estimular al máximo su producción interna de productos agrícolas. Sólo así podremos acercarnos a la autosuficiencia de una serie de productos básicos que en el futuro pueden ser muy costosos y escasos en los mercados internacionales. Pero, ¿estamos haciendo lo que debemos hacer para alcanzar ese objetivo? Yo no lo creo. Por el contrario, con la aprobación de leyes como la Ley de Tierras, con las expropiaciones arbitrarias e ilegales de fundos y de empresas agroindustriales, y con el hostigamiento cada vez más intenso a la empresa privada, lo que estamos haciendo es alejarnos del añorado objetivo de la seguridad alimentaria, y depender cada vez más del incierto suministro externo. Ese caminar a contrapelo sólo traerá penuria y depauperación.