Prioridades de la política educativa

Publicado en el diario “El Universal” de Caracas. Viernes 18 de junio de 1999

 

Recientemente altos voceros del gobierno han hecho una serie de anuncios que me preocupan, ya que, a mi modo de ver, no implican otra cosa que la ratificación de los entuertos y distorsiones del pasado que tanta corrupción, ineficacia e injusticias genera­ron.  En otras palabras, estamos ratificando o manteniendo fallas fundamentales del pasado, que son las que hay que erradicar si realmente queremos que las cosas cambien.

Múltiples son los casos que podrían mencionarse para dar soporte a lo que digo, sin embargo, por razones de espacio tan sólo me referiré a uno de ellos: la política educa­tiva, área donde tienen que producirse cambios profundos. En tal sentido, creo altamente inconveniente la determinación del nuevo gobierno de preservar la gratuidad de la educa­ción a todos los niveles, así como la decisión de contratar onerosos créditos externos para la cancelación de la deuda con las universidades nacionales.   La primera decisión hace pensar que existe la intención de mantener en la nueva constitución ese precepto, el cual quizá se pudo justificar en la Venezuela de hace varias décadas, cuando el Estado perci­bía una renta petrolera que le permitía proveer servicios en forma gratuita, o a unas tarifas altamente subsidiadas, sin que para ello fuera ni siquiera necesario cobrarle a la población los impuestos que eran considerados como normales en cualquier otra sociedad.   Eso, sin embargo, es cuestión del pasado.  Las estrecheces fiscales que hoy se padecen impiden que el Estado siga jugando el papel paternalista y dadivoso de otrora; ahora no sólo tiene que preocuparse por modernizar la estructura tributaria y diversificar sus fuentes de ingresos, sino que también tiene que poner especial cuidado en sus gastos, eliminando aquellos que sean superfluos, haciéndolos mucho más eficientes, y estableciendo priori­dades en la asignación de los escasos recursos con que cuenta.

Sin duda la educación tiene que ser una de las áreas de más alta importancia en el momento de determinar hacia donde deben canalizarse los fondos públicos, pero ello no debe llevar a la conclusión de que cualquier gasto gubernamental en educación se justi­fica.  En este caso también tienen que establecerse prioridades y condiciones, pues sólo así se puede aspirar a optimar el uso de los limitados medios con que cuenta el Estado para esos fines.  Estoy convencido de que lo primero que éste debe atender es la educa­ción básica, asignando los recursos que se necesiten, desarrollando programas sociales paralelos, como los comedores escolares, mejorando la capacitación de los docentes, ele­vando el prestigio de la profesión de maestro y remunerándola adecuadamente, desman­telando las corrompidas organizaciones gremiales que hoy existen y substituyéndolas por organizaciones que realmente defiendan los legítimos intereses del magisterio, mejorando la infraestructura física y dotación de las escuelas, y dando un soporte decidido a iniciati­vas no gubernamentales, como Fe y Alegría.  Sólo así podremos aspirar a darle a nuestros niños una educación básica sólida, condición fundamental para la formación de los técni­cos y profesionales que se requieren para avanzar en el proceso de desarrollo.  Como bien dice el filósofo Fernando Savater: “poco se habrá avanzado mientras la enseñanza básica no sea prioritaria en inversión de recursos, en atención institucional y también como cen­tro de interés público.”

Ese objetivo, sin embargo, no podrá alcanzarse mientras insistamos en mantener absurdos como el concepto de educación superior gratuita “obligatoria”, según el cual aquellos que pueden costear la educación de sus hijos están impedidos de hacerlo debido a un mandato constitucional.  El Estado a lo único que debe estar obligado es a garanti­zarle el acceso a la educación técnica y superior a aquellos que no disponen de medios para costearla, a través de esquemas de préstamos educativos que sean pagados por los beneficiarios una vez que culminen su educación y comiencen a percibir ingresos.

Igualmente, hay que terminar con el despilfarro de nuestras universidades nacio­nales que, salvo honrosas excepciones, reciben ingentes recursos del Estado sin que las mismas se sientan obligadas al logro de metas aceptables de desempeño por parte de sus estudiantes, profesores, investigadores y personal administrativo, ni perciban que buena parte de los fondos que ellas requieren para su funcionamiento tiene que ser producida por ellas mismas, a través de la prestación de servicios a la comunidad, tales como aseso­ramiento a empresas, desarrollo y venta de tecnologías, control de calidad de productos y muchas otras actividades.

Mientras continuemos diluyendo y haciendo un pésimo uso de los escasos recur­sos disponibles para la educación, seguiremos condenando a nuestros niños a recibir una educación básica mediocre, impidiéndose así revertir la perversa tendencia al empobre­cimiento que hemos vivido en los últimos veinte años.

 

Imagen: ucn.cl