Publicado en el diario “El Nacional” de Caracas. Jueves 5 de mayo de 2016
Cuando se habla de golpe, tendemos a asociar esa palabra con los alzamientos militares que buscan derrocar gobiernos, como los dos que infructuosamente intentaron dar Chávez y sus seguidores golpistas en febrero y noviembre de 1992, y el que le dio el Alto Mando Militar a Chávez en la madrugada del 12 de abril de 2002, cuando, de acuerdo a la información dada al país por la más alta autoridad militar del momento, rodeado por los generales de más alta jerarquía, el Alto Mando Militar, ante los graves hechos del día anterior en la ciudad de Caracas, le había solicitado la renuncia al presidente, “la cual aceptó”. Este último golpe logró su objetivo, aunque de forma efímera, pues Chávez regresó al poder pocas horas después de haber sido derrocado por su cúpula militar.
Pero, no. Esos no son los únicos golpes que existen. Durante los últimos años del siglo pasado y en lo que va de este, se han dado en Venezuela varios golpes sui géneris contra entes del Estado, que yo los llamo golpes constitucionales. Por más descabellado que parezca, esos golpes se fundamentan en preceptos constitucionales que les dan un viso de legalidad y legitimidad, a pesar de que los mismos son tan ilegales y despreciables, como cualquier cuartelazo que derroque a un gobierno legítimamente elegido y que ejerza sus funciones de forma democrática y en apego al Estado de Derecho. Un ejemplo de estos es el golpe que le dieron a Carlos Andrés Pérez en 1993, cuando la Corte Suprema de Justicia sentenció que había motivos suficientes para juzgar al presidente, debido al desvío de unos fondos de la partida secreta con cargo a los servicios de inteligencia y seguridad del Estado, lo cual llevó a su destitución y enjuiciamiento. Esto sucedió a pesar de que Pérez había explicado la forma y las razones por las cuales se había tramitado la rectificación presupuestaria de 250 millones de bolívares, operación que se había hecho en estricto apego a la ley. En otras palabras, se inventó un delito que fue utilizado por sus adversarios políticos, incluyendo a los de su propio partido, para sacarlo de la presidencia a través de un mecanismo contemplado en la ley, pero mal utilizado. La Corte Suprema tomó una decisión injusta, actuando como un organismo político más, y no como un tribunal que tenía que impartir justicia de forma imparcial y en apego a la ley. Así se perpetró un golpe, pero con un viso de legalidad y constitucionalidad, que fue aceptado y respetado por la comunidad internacional.
En estos momentos estamos viendo con estupor e indignación cómo la Sala Constitucional del TSJ, totalmente subordinada al Poder Ejecutivo, está dictando sentencias descabelladas que declaran inconstitucionales diversas leyes aprobadas por el nuevo Parlamento, que no solo no tienen ningún viso de inconstitucionalidad, sino que, por el contrario, en varios casos lo que pretenden es corregir entuertos y decisiones gubernamentales reñidos con la Constitución y las leyes. Un ejemplo de ello fue la decisión de esa sala de declarar inconstitucional la reforma de la Ley del BCV, a pesar de que lo que pretendía dicho instrumento era restituir la ley vigente desde 2001, y que fue modificada el 30 de diciembre de 2015 a través de un absurdo decreto ley dictado por el presidente Maduro como parte de la pasada Ley Habilitante, que no puede ser catalogado de otra forma que de un disparate que viola flagrantemente la Constitución. Ulteriores sentencias han invalidado otras leyes, como la de Amnistía, y han pretendido limitar las funciones de la Asamblea Nacional sin fundamento alguno, lo que lleva a pensar que el objetivo último es aniquilar el Parlamento.
Al igual que el infausto golpe perpetrado por Alberto Fujimori al disolver el Congreso peruano en 1992 se inmortalizó como el “fujimorazo”, creo que lo que estamos presenciando aquí son “tribunalazos” que bien podrían catalogarse como golpes constitucionales.
Imagen: vzlanews.com