Publicado en el diario “El Universal” de Caracas. Sábado 11 de enero de 2003
En un artículo que escribí en esta columna en diciembre de 1999 narraba un episodio que viene al caso en los actuales momentos. En un encuentro celebrado en octubre de 1998 con un grupo empresarios se le planteó a Hugo Chávez, entonces candidato a la presidencia, la preocupación que existía sobre unos planteamientos de extrema izquierda que éste había hecho en la Universidad de la Habana, poco tiempo después de haber sido liberado de la cárcel gracias al indulto del presidente Caldera. En su respuesta él planteó que había que entender las excepcionales circunstancias por las que estaba atravesando en el momento en que expresó esas ideas radicales, pero que con el tiempo él había recapacitado y rectificado, lo cual era humano y comprensible. Para dar soporte a su planteamiento, se refirió a las profundas diferencias que surgen al comparar al Simón Bolívar con visos de caudillo radical e intransigente de 1813, cuando dictó el Decreto de Guerra a Muerte, con el estadista centrado y maduro del Congreso de Angostura de 1819. Entonces concluyó Chávez, “si un hombre de la talla de El Libertador pudo cambiar en forma tan radical, ¿por qué no lo puedo hacer yo?”.
Es apropiado recordar esa anécdota, ya que en la convulsionada Venezuela de hoy lo que se necesita es a un estadista que maneje eficientemente la crisis dramática en que estamos inmersos, a los fines de evitar el colapso del país y el enfrentamiento estéril, sangriento y devastador al que nos acercamos cada vez con mayor velocidad. Es ese estadista el que tiene que liderar un proceso de negociación efectivo y con un criterio de tolerancia y apertura, a los fines de que las partes encontradas consigan una salida a la crisis.
Por el contrario, lo que menos necesitamos es a un caudillo tozudo y contumaz, cuya intolerancia y obstinación elimine toda posibilidad de acuerdo, pues ello a lo que nos llevaría es al desastre y al caos, haciendo imposible el disfrute de los derechos y las libertades que todos debemos gozar.
De allí que se haga imperativo que el presidente Chávez, al igual que El Libertador, cambie para bien del país, dejando atrás la condición de caudillo revolucionario intemperante, para transformarse en el estadista con la templanza requerida para solventar una crisis de la dimensión, gravedad y apremio como la que tenemos.
Ese cambio es una condición de base para que nuestro presidente pueda cumplir el mandato expreso que le estipula la Constitución en su artículo 232, según el cual, está obligado a procurar la garantía de los derechos y libertades de los venezolanos, así como la integridad de la República. Por el camino que vamos no sólo no se podrán resguardar esos derechos y libertades, sino que también se está poniendo en juego la integridad del país.
Es la hora de que predomine la sensatez, la racionalidad y la tolerancia, por encima de la intransigencia, la inflexibilidad y el sectarismo. Toda la nación así lo exige.