Publicado en el diario “El Universal” de Caracas. Viernes 8 de mayo de 1998
En repetidas ocasiones nos hemos referido a los profundos cambios que tienen que darse en nuestro país con el fin de definir un nuevo esquema de desarrollo, dado el colapso irreversible del modelo en que vivimos durante los últimos cuarenta años. En el nuevo orden le tocará jugar papeles específicos a todos los grupos que forman la sociedad, papeles estos, por cierto, muy diferentes a los de épocas pretéritas.
Con temor a pecar de repetitivo, creo importante enfatizar sobre el hecho de que el Estado simplemente no cuenta, ni contará, con los recursos con qué seguir jugando el papel paternalista y dadivoso de otrora, cuya obligación era proveer una enorme cantidad de bienes y de servicios en forma gratuita, o a unos precios altamente subsidiados y divorciados de los costos de producción o generación. Quizá sigamos oyendo el discurso irresponsable de que esa sigue siendo una obligación inalienable del Estado, y que, por lo tanto, éste está en el deber ineludible de seguir cumpliéndola. El hecho es que, aun cuando se tenga la mejor y sincera intención de hacerlo, el Estado hipertrofiado, ineficaz y empobrecido que tenemos no podrá seguir haciéndolo.
De allí la impostergable necesidad de avanzar decididamente en la reestructuración del Estado, dándole la dimensión que le corresponde, haciéndolo eficiente, y limitando sus tareas a aquellas que le son propias, a saber: 1- seguridad y defensa, 2- administración de justicia, 3- establecimiento de las políticas a seguir con el fin de alcanzar los objetivos sociales y económicos básicos, definición de la normativa legal y reglamentaria, y la supervisión efectiva para su cumplimiento, 4- desarrollo y mantenimiento de la infraestructura física, 5- educación, y 6- salud y seguridad social; estas tres últimas a ser realizadas conjuntamente con el sector privado. Si bien ésta no es tarea fácil, se conocen múltiples experiencias exitosas en otros países que podemos adaptar a nuestra realidad, y además contamos con un denso trabajo realizado durante muchos años por la COPRE, que puede ser muy útil a tales fines.
Obviamente, el nuevo Estado verá limitada la posibilidad de expandir su gasto, y con ella su capacidad locomotriz de la actividad económica. El dinamismo y el crecimiento económico, y con ellos las posibilidades de generar empleo y de mejorar el nivel de vida de la población, dependerán más de otros factores, tales como el consumo y la inversión del sector privado, por lo cual deberán crearse las condiciones propicias para que dichas variables experimenten el dinamismo deseado. Ello dependerá mucho de las políticas y normativas que establezca el Estado.
Sin embargo, poco se logrará si no se cuenta con una sólida estructura de financiación, la cual no puede ser enteramente aportada por la banca tradicional. Paralelamente, se requiere desarrollar un sistema de fondos de pensión pujante y de grandes dimensiones, que pase a ser la principal fuente de financiamiento de los grandes proyectos de inversión, tanto públicos como privados. En otras palabras, son los recursos del sector laboral los que acaban financiando a los inversionistas que crean capacidad de producción y, por lo tanto, potencial de crecimiento y desarrollo. Sin embargo, para lograrse esto también se necesita la activa participación del Estado. La experiencia ha demostrado repetidas veces que si el sistema de fondos de pensión se fundamenta en una reglamentación clara y bien concebida, y su gestión es estrechamente supervisada por las autoridades competentes, el mismo, además de abanderar el financiamiento para el desarrollo, genera retornos muy atractivos a los ahorros de los trabajadores, y les asegura el disfrute de un retiro digno.
De todo lo anterior se obvia que, en el nuevo modelo que nos tocará vivir, el Estado seguirá jugando un papel de gran importancia, aun cuando muy distinto al que tuvo en el esquema de las últimas décadas. Si bien no podrá seguir actuando como el padre generoso del pasado, recaerán directamente sobre él obligaciones y tareas fundamentales, entre las que destaca liderar el proceso de cambio, y hacer que todos los agentes sociales unan esfuerzos con él en la consecución de los objetivos deseados. De allí la importancia de que ese Estado defina unas reglas de juego claras, creíbles y aceptables, bajo las cuales actuarán los otros miembros de la sociedad civil, y asegure su fiel cumplimiento a través de una eficiente supervisión, y de un sistema de justicia que asegure los derechos de todos los agentes sociales, y penalice a aquellos que transgredan el estamento legal.
El reto que tenemos todos es de grandes dimensiones, pero el de aquellos que ocupen posición de gobierno en los próximos años será de mucha mayor proporción. Todos tenemos que aceptar que las cosas han cambiado, y que el futuro será muy distinto a lo que ha sido tradicional. Responsablemente tenemos que definir el papel que vamos a jugar cada uno de nosotros, con el fin de aunar esfuerzos para el logro de una sociedad mejor. Pecan de insensatez, además de irresponsabilidad, quienes piensan que el próximo gobierno sí les resolverá los problemas, o aquellos que aún creen que a través de la protesta, la amenaza o la vociferación seguirán obteniendo los beneficios que desean.
Los que hoy aspiran ejercer funciones de gobierno deben entender claramente los retos que tienen por delante. El próximo período presidencial no será simplemente uno más. Será el primero de una nueva era en nuestra historia democrática, y le tocará a quienes ejerzan altas funciones de Estado, liderar el proceso de cambio que inevitablemente tenemos que afrontar.