Publicado en el diario “El Universal” de Caracas. Viernes 14 de agosto de 1998
La guerra de independencia y los esfuerzos que hicieron nuestros compatriotas para liberar a otras colonias iberoamericanas, dejaron a Venezuela sumida en un gran caos. Ello posibilitó el florecimiento de la anarquía, manifestándose ésta, entre otras formas, a través del ascenso al poder de una serie de personajes indeseables, incultos y corrompidos, que bajo la imagen del caudillo ejercieron el poder a la fuerza, atropellaron, mataron a sus opositores y se enriquecieron de la forma más descarada. Salvo honrosas excepciones, los gobiernos que tuvimos desde 1830 hasta la muerte de Juan Vicente Gómez fueron presididos por esos seudocaudillos, que al acumular unos cuantos fusiles y formar un pelotón de seguidores analfabetos se consideraban con el derecho de venir a Caracas a conquistar el poder. Los que lograban su cometido instauraban regímenes de terror, porque sabían que esa era la única forma de mantenerse en el poder y hacer todo tipo de desmanes. Los miembros de la sociedad que se les oponían tenían que ser destruidos o subyugados sin piedad, porque de lo contrario, pasarían ellos a ser las víctimas en vez de los victimarios.
Esto explica en buena medida el atraso en que se sumió Venezuela durante tantos años, y por qué, a diferencia de muchos otros países latinoamericanos, los representantes del poder económico y de la intelectualidad no jugaron un papel relevante en el proceso político del país. Si bien varios miembros de esas elites colaboraron en forma voluntaria y entusiasta con esos regímenes, éstos fueron una minoría. En algunos casos las gestiones públicas que ellos desempeñaron se caracterizaron por su eficiencia y honestidad, pero muchos de esos colaboradores se aprovecharon de sus cargos para enriquecerse, haciéndose cómplices y partícipes de los desmanes y desafueros de los gobiernos de turno. La mayor parte de esas elites, sin embargo, tuvieron que aceptar pasivamente, y en muchos casos apoyar abiertamente a los gobiernos de turno, porque de lo contrario habrían sido víctimas de despojos y agresiones, que en muchos casos se traducían en la ruina, la deshonra, la pérdida de la libertad y hasta la muerte.
Por todo lo anterior, pienso que el período comprendido entre 1830 y 1935, que algunos historiadores han bautizado como el siglo del caudillismo venezolano, más bien lo deberíamos llamar el del cuadillejismo.
En épocas más recientes, incluso en el período democrático de las últimas cuatro décadas, la sumisión a los gobiernos de turno, y la aceptación pasiva de una serie de corruptelas y desmanes, nos demuestran que aquella subordinación servil de otrora aún está presente entre nosotros. La condición de recolector primario de la renta petrolera que tiene el Estado ha contribuido a que aquella dependencia se haya mantenido hasta nuestros días. La abundancia de recursos proveniente de nuestra principal industria llevó al montaje de un Estado paternalista y dadivoso, el cual ofrecía educación y salud gratuitas, servicios públicos a tarifas irrisorias, subsidios, protección a las diferentes industrias y muchas otras prebendas, sin una contrapartida aparente. Ello hizo que nuestra sociedad dependiera cada vez más de ese Estado omnipotente, creándose así el ambiente propicio para el florecimiento de la corrupción. Se desarrolló una sociedad de cómplices, que aceptaba pasivamente el robo descarado, el clientelismo político, y la mediatización partidista en todas las actividades y organizaciones claves de la sociedad, a cambio de aquellos beneficios que ofrecía el Estado paternalista.
No obstante, durante los últimos veinte años hemos sido testigos del agotamiento de ese sistema. Aquel Estado rico del pasado ahora está depauperado, y por más que hemos querido aferrarnos a lo tradicional, lo que hemos visto es cómo toda nuestra sociedad se ha empobrecido al unísono con el Estado, pero la corrupción, activa o pasiva, sigue prosperando entre nosotros. De allí la necesidad y el deseo de cambio.
Tenemos que transformarnos en una sociedad moderna, donde el Estado siga jugando un papel fundamental, pero circunscrito a las áreas que le corresponde, y en la que el resto de sus miembros –sector empresarial, sector laboral, comunidad académica e intelectual, iglesia, etc.– jueguen roles activos y esenciales en ese proceso de modernización. Para ello se necesita un liderazgo efectivo, eficiente y coordinado, que tiene que ser ejercido por quienes desempeñen labores de gobierno.
Ojalá tengamos el acierto de elegir a quienes puedan hacer esa difícil tarea de liderar el proceso de cambio que necesitamos, y que no caigamos en el error de escoger a un caudillejo que, al igual que los del pasado, no sea capaz de generar bienestar y progreso a la población, sino que tan sólo ofrezca vengar nuestra frustración a través de la eliminación de los jerarcas del caduco y corrompido sistema anterior, e implantar políticas incoherentes y agotadas que ya han fracasado.