Publicado en el diario “El Universal” de Caracas. Viernes 30 de enero de 1998
Hace ya bastantes años leí “Los Miserables” de Victor Hugo, obra clásica que dejó en mí una honda huella, no sólo por su excelente prosa, sino también por su impactante contenido. Una de las cosas que más me impresionó de su lectura fue la flagrante injusticia que se cometió con Jean Valjean, personaje central del drama, al ser condenado a varios años de prisión por haber robado un pan para darle de comer a sus hambrientos pequeños sobrinos. Al salir del horrendo presidio Valjean es otro hombre que, corrompido por la injusticia y la vileza de que ha sido víctima, roba a un sacerdote que le da posada, y al ser atrapado y llevado ante su víctima es perdonado por ésta. Ello lo conmueve y transforma en un hombre honrado que inicia una nueva vida. Más adelante se topa con el inspector Javert, policía implacable que se aferra a la ley en forma inexorable, y cuyo único objetivo es perseguir sin piedad a quien la haya quebrantado para que sea penalizado por ello. Al final de la obra, Javert decide suicidarse ante la disyuntiva de apresar a Valjean para que pague la condena por aquel robo fortuito, o dejar que éste continúe viviendo en paz, haciendo el bien a los que lo rodean.
Este recuerdo vino a mi memoria a raíz de lo que está sucediendo en los Estados Unidos con el Presidente Clinton. Sin pretender calificar desde el punto de vista moral la gravedad de la presunta falta que se le imputa, –sobre la cual hay, sin duda, múltiples posiciones–, sí creo procedente hacer algunas reflexiones sobre el caso. En estos momentos se señala al presidente por el presunto delito de haber instado a una persona a cometer perjurio, al sugerirle que negara en unas declaraciones dadas bajo juramento que ella hubiese mantenido relaciones sexuales con él. De probarse que dichas relaciones sí existieron y que la sugerencia fue expresada, se podría acusar a Clinton de aquel delito, hecho que podría ocasionar su renuncia a la primera magistratura o, de no producirse ésta voluntariamente, ser acusado ante la justicia y removido del cargo.
Me pregunto si no estamos ante un caso similar al de la famosa novela de Victor Hugo. Creo que la gravedad de la presunta falta no se corresponde con una penalización de la dimensión de la que se está hablando, máxime cuando el escándalo fue armado con toda premeditación por los enemigos políticos del presidente, quienes infiltraron a una espía en la Casa Blanca para seguir de cerca sus pasos, e indagar sobre cualquier irregularidad o sospecha en el comportamiento de éste. Este personaje se ganó la confianza de la presunta amante del presidente, instigándola a que le revelara las confidencias de su supuesta relación con Clinton. Una vez logrado su propósito, grabó las conversaciones a espaldas de quien aparentemente le había brindado su confianza, para luego enviárselas a adversarios del presidente. Todo esto se ha exagerado al máximo por una actitud amarillista y sensacionalista de muchos medios de comunicación, que no han escatimado esfuerzos para montar un circo en torno al hecho, con el fin de incrementar sus ventas y beneficios, llegándose en algunos casos a la mentira y la invención de la noticia.
¿Qué clase de moralistas son los que se valen de tan bajas patrañas para lograr un objetivo político o económico?, ¿acaso son ellos tan limpios que pueden lanzar la primera piedra? Sin embargo, independientemente de las condiciones éticas de los acusadores, el hecho es que hay una acusación que, de probarse, implicaría que el Presidente Clinton habría delinquido, por lo que tendría que ser castigado.
Ahora bien, ¿cuál es el castigo que corresponde? Creo que la condena de que se está hablando sería injusta y desproporcionada, si el delito que se prueba es el que hoy se ventila. Más aún. No hay que perder de vista que una renuncia o destitución de Clinton puede tener hondas repercusiones a nivel mundial, ya que en estos angustiosos días, caracterizados por la crisis asiática que amenaza con profundizarse y extenderse a otras áreas del planeta, la economía mundial descansa cada vez más en la sólida economía norteamericana. De sacudirse ésta por una crisis política de semejantes dimensiones, las consecuencias que ello podría tener sobre la economía mundial y sobre los habitantes de todo el orbe pueden ser graves y de proporciones inimaginables.
De allí que me pregunte si no es una irresponsabilidad supina la que están exhibiendo los que han armado este ataque contra el presidente Clinton, por motivaciones eminentemente políticas y económicas. Pareciera que ellos sufren de carcoma por los incuestionables logros de la administración que él preside, entre los que se pueden mencionar los elevados y sostenidos crecimientos de la economía norteamericana, su baja inflación, y la prolongada bonanza que ha disfrutado el pueblo norteamericano durante estos últimos años.
¿Es que acaso seremos víctimas del prurito desmedido de los que hoy acusan a Clinton?, ¿no estaremos presenciando la actuación de unos emuladores del inspector Javert de la novela de Victor Hugo? Las consecuencias de un desenlace desafortunado de este “affair” pueden ir mucho más allá de un simple castigo a un presidente. La situación tan delicada que hoy vive el mundo exige la sensatez y la ponderación de sus dirigentes, quienes no pueden anteponer cuestiones locales de relativa poca importancia a intereses globales, que de no manejarse con tino pueden causar efectos devastadores sobre la población mundial.