Publicado en el diario “El Nacional” de Caracas. Lunes 22 de abril de 2013
A mediados de del siglo XX existía la creencia de que los problemas de inflación y recesión eran antagónicos y no podían coexistir, ya que el abatimiento del primero generaba el segundo y viceversa. Sin embargo, a fines de los años 60 y comienzos de los 70 surgió la estanflación, es decir estancamiento económico con inflación. Aparecía un nuevo gran reto: cómo explicar la simultaneidad de ambos fenómenos y cómo corregirlos.
En dos trabajos pioneros e independientes elaborados a fines de los años 60 por Milton Friedman y Edmund Phelps, se destacó la relevancia de las expectativas en el comportamiento económico. Sostenían ellos que en una situación de inflación prolongada los trabajadores reforzaban sus demandas salariales, para así evitar que la inflación futura esperada minara el poder de compra de sus remuneraciones. Esto, a su vez, reducía la demanda de mano de obra, generando un mayor desempleo. En otras palabras, explicaban cómo se podría materializar un fenómeno de mayor inflación y mayor desempleo en una economía desarrollada, situación desconocida en los EE. UU., aunque muy común en países subdesarrollados. Con la aparición de la estanflación se inició una verdadera revolución en el análisis macroeconómico, surgiendo distintas escuelas que buscaban explicar las nuevas realidades, basándose varias de ellas en las ideas revolucionarias de Friedman y Phelps. Una de éstas, quizá la más conocida, fue la escuela de las expectativas racionales, liderada por Robert Lucas de la Universidad de Chicago, y Thomas Sargent, entonces profesor en la Universidad de Pennsylvania y luego en la Universidad de Minnesota.
Estas escuelas sostenían que las políticas económicas implantadas por los gobiernos tendían a perder efectividad, ya que la anticipación de los agentes económicos a las medidas gubernamentales debido a las experiencias previamente vividas, hacían que éstos tomaran medidas para neutralizar los efectos de las políticas que se esperaban. Sólo en el caso de que los gobiernos tomaran medidas sorpresivas e inesperadas se podría influir sobre la economía. En otras palabras, estas escuelas minimizaban la capacidad de los Estados de influir en la economía. Con el tiempo se generalizó la creencia de que lo que manejaba la economía eran los mercados, debiendo el Estado minimizar su injerencia. Milton Friedman se transformó en el paladín de la economía de libre mercado, política aplicada en varios países en desarrollo, donde los resultados en materia de progreso social y desarrollo integral no fueron los esperados.
No tardó entonces en producirse el movimiento pendular, rechazándose las políticas liberales de libre mercado, para dar paso a un anacrónico sistema de socialismo combinado con populismo, en el que el culpable de todos los males sociales y económicos es el afán especulativo y depredador de la empresa privada, el cual tiene que ser neutralizado o destruido por el Estado en favor de la población de menores recursos, Estado que debe ser el propietario de la mayor parte de los medios de producción. Sobradas razones tenemos para concluir que ese tampoco es el camino a seguir.
Muchos le reconocen a Friedman sus virtudes como economista, científico y comunicador, pero le critican su convicción de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona, cosa que no es cierta. En muchos casos los mercados no funcionan correctamente y es necesaria la regulación y supervisión del Estado, pero, igualmente, el manejo predominante de la economía por el Estado es indeseable por inoperante e ineficiente.
Creo que la economía es un balance en la que todos tienen un papel que jugar, debiéndose buscar siempre la maximización de los aciertos y la minimización de las fallas. Por ello, cuando un colega me catalogó como un “economista radical de centro”, me pareció una definición acertada de lo que, desde mi punto de vista, debe ser un economista.
Imagen: Vibiznews.com.