Publicado en el diario “El Nacional” de Caracas. Lunes 8 de abril de 2013
En uno de sus recientes artículos, Paul Krugman, destacado economista norteamericano, describía con claridad la polémica del análisis macroeconómico que se desarrolló durante el siglo XX. Al estallar la gran crisis de los años 30 poco era lo que aportaban los economistas predominantes de la época, llamados los neoclásicos, en la búsqueda de la vía para abatir a la profunda depresión que se vivía. Fue entonces cuando el genial economista inglés John Maynard Keynes planteó una revolucionaria solución que ayudó a sacar a la economía del marasmo en que se encontraba. Contrario a lo que decían los neoclásicos, quienes sólo sugerían paciencia para que la economía por la acción de sus fuerzas naturales solventara el problema, Keynes propuso que al Estado le tocaba jugar un papel fundamental a través de la implementación de una política de gasto público francamente expansiva para la construcción de obras públicas que generaran empleo, lo cual, a su vez, estimularía el consumo privado y con él la producción, ya que las fábricas, que se encontraban paradas por falta de mercado, comenzarían a producir de nuevo, contratando a su vez a nuevos trabajadores que también consumirían más, reforzándose así la recuperación. El éxito de esa receta consagró a la política fiscal como la vía para resolver los problemas de recesión económica, quedando la política monetaria verdaderamente relegada. El dinero no importaba, se pensaba.
Un extenso estudio realizado por Milton Friedman y Anna Schwartz, titulado Una historia monetaria de los Estados Unidos 1867-1960, publicado a comienzos de la década de los 60, buscaba reivindicar la relevancia de la política monetaria, transformándose en uno de los pilares centrales de una nueva escuela de pensamiento económico, la escuela monetarista, abanderada por Friedman y basada en la Universidad de Chicago. La misma sostenía que era precisamente la manipulación de la oferta monetaria la que realmente influía en el comportamiento de la economía, y ratificaba que una expansión excesiva de medios de pago producía inflación, un fenómeno típicamente monetario.
Los seguidores de las ideas de Keynes, también conocidos como los post keynesianos, afrontaron nuevos problemas, ya que una vez vencida la depresión por la vía de la expansión fiscal, el mantenimiento de esa política de gasto público creciente a la larga llevaba a situaciones cercanas al pleno empleo donde escaseaban los factores de producción, limitándose cada vez más las posibilidades de aumento de la oferta de bienes y servicios que se requería para satisfacer la creciente demanda. El resultado obvio era la inflación, haciéndose entonces necesario el freno del consumo para evitar que los precios siguieran subiendo. De esta forma se caía en el dilema de que la cura de la recesión a la larga generaba inflación, y la reducción de ésta exigía restricción fiscal y monetaria, generándose recesión.
Fue así como surgió el antagonismo de las dos escuelas, por una parte, la post keynesiana que defendía la política fiscal como el principal instrumento para evitar la recesión o reducir la inflación, manteniendo igualmente que las acciones de política monetaria podían jugar un papel importante y, por la otra, la escuela monetarista que postulaba que era a través de la política monetaria la única forma de influir efectivamente en la economía, evitándose la inflación a través de un control estricto de la expansión monetaria.
Sin embargo, la creencia generalizada de que la cura de la recesión llevaba a la inflación y el abatimiento de esta generaba recesión, cambió radicalmente a fines de los años 60 y comienzos de los 70, cuando apareció un fenómeno desconocido, la estanflación, es decir estancamiento económico conjuntamente con inflación. Se planteaba así un nuevo gran reto: cómo explicar la simultaneidad de ambos fenómenos y cómo corregirlos. Eso lo analizaremos en nuestro próximo artículo.
Imagen: Meffrv.es.